29
May

[Relato] Luis Alberto Mendieta: La Pintá, 3ra. Parte

cielo_estrellado

El límpido cielo mostraba un firmamento repleto de estrellas, parpadeando, y cualquiera hubiera pensado que tiritaban por la fresca brisa nocturna.

- Parecería el infinito número de los ojos de Dios. – musitó el mozo, creyendo que se trataba de algún compañero-.

- A mí me parecen gotitas de agua atrapadas allá arriba, que guardaron la luz del sol en su barriga, como las hembras preñás guardan a sus niños. – respondió ella-.

Fue verla y enamorarse locamente. La esclava, conforme a su naturaleza, se apresuró a impulsar esa pasión con todos los artificios que el común de las mujeres suele utilizar, por mera vanidad. Pero sintió por primera vez algo extraño en su interior, al notar la ingenuidad, la sencillez de aquél hombre.

- ¿Quién eres? ¿Eres una sirena? Mis compañeros hablan mucho de ellas. Dicen que son malas porque engatusan a los hombres con sus cantos.

- Yo no sé cantar, así que no temas ná. Ahora me voy. Debes irte primero, pa’ evitar mis hechizos de sirena.

Mientras Pinzón se marchaba, ella sintió algo doloroso en su pecho, un sentimiento totalmente desconocido. Y un mal presagio. Se apresuró a volver a su camarote con mucho cuidado para no despertar al negrero y no pudo conciliar el sueño pensando en aquella situación.

Pinzón, que no había visto una mujer en toda su vida, ni de cerca ni de lejos, no pudo vivir en paz desde entonces.

Se puso a hablar con sus compañeros acerca de una niña pintá, una sirena pintá, que conoció la noche anterior en la cubierta de popa. Sólo el capitán conocía de la presencia de la esclava, así que los marineros, al no saber que Anaìs estaba a bordo, empezaron a burlarse de él.

- Pinzón se nos va a morir… Hay una sirena prieta que la persigue con sus cantos, que quiere llevársela. ¡Cuidado y lo dejéis solo en cubierta!

- Lo que pasa es que la sirena ha cogido mucho sol, o es que estaba muy oscuro, ¿eh, amigo?

- Juro que no miento. Por más seña, huele siempre a canela.

Nadie le hizo caso.

Pasaron varios días y la inquietud de Pinzón se convirtió en versos, que murmuraba todo el tiempo, tratando de encontrar en su mente música que los acompañe. Salía todas las noches en busca de su sirena y al principio, varios marineros lo espiaban ocultos, por saber si eran ciertas sus afirmaciones, pero al comprobar que nada ocurría, terminaron por olvidar el asunto. Sin embargo, él continuó llegando puntualmente al mismo lugar todas las noches, a contemplar el firmamento. Y a esperarla.

Anaìs prefirió quedarse en el camarote durante ese tiempo, para evitar que Alcibíades se enterara de lo que la mortificaba incesantemente. Cada día, aquél sentimiento se hacía más fuerte. Empezó como repugnancia hacia su amo, que debió ocultar para evitar problemas, aunque mal pueden ocultarse sentimientos así.

- ¿Qué te pasa, mujer? ¿Qué bicho te ha picado?

Asumió que el uso del bacín la asqueaba, además de otros oficios de aseo que debía cumplir necesariamente para pasar la noche junto a él, que no tenían nada de gratos y que por añadidura debía hacerlos detrás de un biombo ubicado junto a la cama, con él en el camarote. Al notar su incomodidad, Alcibíades decidió salir a diario, poco antes del anochecer, para darle libertad de cumplir, sin testigos, con lo que exigían su aseo personal y demás afeites. Ella poco agradeció el detalle, debido a que le aquejaba otro mal, aunque reconoció la importancia del gesto de otorgarle por primera vez privacidad.

Hasta que finalmente una noche no pudo resistir la tentación y salió a la misma hora que la primera vez, en busca de Pinzón, sin saber ni su nombre.

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La Pintá, primera parte.

La Pintá, segunda parte.

La Pintá, última parte.

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