2
Ago

El Reino de la Agencia Nacional de Tránsito, o cómo invertir siete dólares con cincuenta para demostrar que NO tienes carro

Por Luis Alberto Mendieta

Tengo un hijo que va a la universidad, y a ambos nos solicitaron un documento para probar que tenemos (o no) vehículo, entre otros documentos. Lo más complicado de obtener sin duda fue lo que debía pedir en la Agencia Nacional de Tránsito, porque entrar allí es como invadir el Reino y Santuario de la Burocracia más insolente y aferrada, como paso a explicar a continuación:

Nomás llegar me explicaron de la manera más confusa lo que debía hacer, y luego de varios cruces de palabras, finalmente me quedó claro que debía hacer una sola solicitud para obtener los certificados de ambos, pero lamentablemente esto que acabo de sintetizar en 10 palabras, por alguna razón no pudo explicar la señora que me atendió, ubicada en Recepción.

La actitud de la mayoría, por no decir todas las personas que trabajan allí es vertical a rajatabla: se siente en todos un aire insoportable de superioridad, como si trataran por fuerza con gente que no está a su nivel, ignoro si social o intelectual, pero me sentí como un mendigo implorando caridad y eso me hizo perder la calma, en especial cuando me dijeron que por darme el famoso certificado, me sacarían $7.5, siete para la ANT, y 50 centavos de tajada para el Banco Pacífico por la transacción. ¡Un lindo negocio!

Reclamé a un funcionario y le pregunté que a quién podía reclamar el costo del certificado, que no estaba de acuerdo. Me contestó entre cabreado y pedante, algo parecido a "mis jefes no pueden atender a alguien que no sea importante", en sus propias palabras, claro, pero la idea era más o menos esa. Algo empezó a hervirme en la cabeza. Le dije que TODOS ellos son empleados y nosotros sus mandantes, que a mí no me iba a sorprender con poses, y que de inmediato iría en busca de su jefe. Junto a él, un burócrata de 26 años a lo sumo, vociferaba junto a su compañero de trabajo argumentos absurdos, con más cinismo que el otro, hombre pasado de los 40. Más tarde noté que la señora que me atendió en la recepción y el muchacho no me perdían de vista, me seguían en todo momento.

Tuve que pagar callado 15 dólares (eran 2 certificados), y mientras hacía fila en la ventanilla del banco, me sentía ridículo, impotente y desubicado, porque la gente me miraba como a un animal raro.

De remate solo tenía la papeleta de presentación a sufragio, y la burócrata que nos atendió para la entrega del certificado de no tener/no tener vehículo me detuvo en seco, diciendo que Auditoría iba a multarla si veía que la papeleta de votación no era la correcta, así que hasta ahí llegaba el asunto, y me tocaba ir al Consejo Nacional Electoral para conseguir el pequeño papelito ese, en cuya validez moral no creo en absoluto, porque NO SUFRAGO, no creo en la obligatoriedad del voto. Al parecer Auditoría presta muchísima atención a las papeletas de votación equivocadas de una insignificante transacción más, de una entidad específica del Estado, que a los sueldos vergonzantes de los directivos de Yachay y otras instituciones, cuyos beneficiarios reposan graciosamente en la Yunai o donde sea, en espera del fin de mes, para cobrar su chequecito.

La mujer me recomendó hablar con una Sra. Karla Estrella, pero la susodicha  no estaba, y salió otra mujer llamada Karla igualmente (no recuerdo el apellido, Novoa quizás, pero hay 2 karlas en ese departamento, y sí, tenía el mismo aire cínico y de superioridad de tod@s ahí), y le propinó una sonora bofetada a mi inteligencia, afirmando que debía conseguir la papeleta, recorrer varios kilómetros de ida y otros tantos de venida para ver la papeleta de votación, "y que podría terminar la gestión sin hacer cola nuevamente, que me permitiría ese beneficio, que vaya a hablar con ella cuando llegue".

Volvía furioso y con muy poca esperanza de obtener el infame papel que fui a buscar allí, cuando me interceptó la recepcionista, que con el aire mandón e insolente que impera en ese Reino, me dijo que su jefa, la "secretaria-de-no-sé-qué", deseaba hablar conmigo. Lo dijo en un tono tal, que parecía una mezcla de "su majestad la Secretaria desea hablar contigo, insolente gusano", y "te acusé con mi mamá, ahora vas a ver lo que es bueno". Sonrisa en ristre, me dirigí hacia la secretaría, que resultó ser una jovencita muy amable, que recibió mis quejas con atención, y reconvino a la recepcionista cuando reclamó luego de que sugerí que sea más específica y concisa al informar a todo recién llegado. la Secretaria también supo informarme que la decisión de cobrar 7 dólares la tomó "El Directorio", un florilegio de burócratas brillantes venidos de varios ministerios, a quienes les importa un pepino el bolsillo de la gente, y JAMÁS se acuerdan que son SERVIDORES públicos, y buscan todo menos el bienestar del ciudadano.

Todo esto había pasado en presencia de mi joven hijo, que sin duda pensaba: "pobre viejo, le van a mandar humillado y sin el papelito". La verdad pensaba algo similar hasta antes de conocer a la Secretaria, pero las cosas cambiaron a mi favor y aproveché la circunstancia.

Como tuve el ánimo de mantener la calma e incluso alabar un poco a la recepcionista, esta me ayudó a convencer a la mujer que antes me negó el certificado para que me lo entregara.

Finalmente, 10 o 15 minutos más tarde pusieron en mis manos el papel que vine a buscar.

El funcionario con el que discutí en la mañana había desaparecido, y en su lugar estaba otro burócrata, que acababa de salir de la oficina de la secretaria cuando yo entraba a conocerla.

Concluí tres cosas:

1. Guagua que llora mama.

2. La viveza criolla es muy mala, pero es una herramienta PODEROSA en el Reino.

3. En Ecuador cuesta $7.5 demostrar que NO tienes carro. Si son padre, madre e hijo, son $22.5, y se pone peor si hay que incluir más miembros de la familia y la universidad te lo exige.

¿Y si no tenía para pagar ese dinero? ¿Mi hijo se quedaba sin estudiar y punto? ¿A quién le importa, verdad? La burocracia funciona en una suerte de relación Padre-Hijo: tal como es el padre, es el hijo, de modo que si el padre es prepotente, grosero y repleto de complejos de superioridad, así mismo serán sus vástagos...

Ahora viene lo extraño:

En el infame papelito, resulta que consta CERO DÓLARES como "valor del servicio", como puede verse a continuación:

consejo nacional de tránsito ecuador

Sin embargo el costo es el mencionado de 7 dólares, más 50 centavos de la transacción, a favor del Banco Pacífico. Más que la suma es la afrenta de pagar por un simple papel... ¡y peor aún si no tienes carro! ¡Es ridículo!

Por si eso fuera poco, al revisar la transacción en el Banco del Pacífico, con el documento que le entregan por la transacción realizada, NO CONSTA la transación, y de cualquier modo la factura la hacen a nombre de Consumidor Final con PASAPORTE, así que ni siquiera puede usarse para descargo impositivo. La otra posibilidad es que el confuso interfaz del Banco Pacífico no permita extraer el documento, aunque lo dudo. A continuación el documento:

banco del pacifico ecuador -consejo nacional de transito

Y así terminó para mí el jueves 30 de julio del año del Señor 2015, cuatro y pico de la tarde, en el que aprendí que hay un Reino muy, muy lejano, allá en las alturas de la Av. Mariscal Sucre, en un enorme castillo financiado en parte con mis impuestos, donde vive una extraña gente grosera y con delirios de grandeza, a la que no quisiera volver a ver jamás. Pero ese no es el único Reino en el País de NUNCA JAMÁS. Sé que tarde o temprano tendré que visitar el Reino del Ministerio de Agricultura, ¡el Reino del Ministerio de Educación!, quizás hasta el Reino Mágico de Carondelet, donde vive su Majestad Suprema, el SERVIDOR NÚMERO UNO, que fue el primero en olvidar que somos sus MANDANTES...

19
Ene

La Medalla - Alfonso Cuesta y Cuesta

LA MEDALLA

De Alfonso Cuesta y Cuesta (1)

OCTUBRE. Las aceras vecinas al caserón de la Escuela de los Hermanos Cristianos, se desbordan de niños sonrosados. Tres meses de vivir a todo sol, remendando el cielo con cometas, los han cambiado: vuelven morenos, vivos, con tres dedos más de cuerpo y cosa rara…con avidez de letras. Sin embargo, cuando al llegar a la esquina de la Escuela, oyen un sonido muy conocido para ellos, se demudan, tiemblan ligeramente… No es para menos: ¡Convertirse las tórtolas en chascas!
Y acortan el paso, indecisos.

A la puerta del Instituto, grupos de padres de familia esperan el turno para presentar a sus hijos al Hermano Director. Uno de ellos ya no puede con su niño primerizo, como de siete años, que patalea y chilla, debatiéndose entre sus brazos. Cada hermano que pasa le asusta como un oso… y grita más. A su lado, otro niño siente los mismos miedos, pero no puede demostrarlos escandalosamente; para él no habría consuelos sino golpes: es el sirviente, indiecito arrancado de su choza en vacaciones. No grita, más un hilo de lágrimas resbala en sus mejillas, y cuando ve un Hermano, involuntariamente aferra su manecita al vestido del patrón. Este ni lo mira, embravecido en consolar a su hijo:

-Los Hermanitos son más buenos que las monjas… Tendrás medallas de oro. Serás el monitor… ¡Pero calla!...Te he de hacer faltar cuando quieras… ¡Dan caramelos, estampas!...Calla, calla.
Y hacía voz de madre.

Al fin, les llegó el turno.

Un Hermano rubio salió a recibirlos: Arrastrados más que andando, entraron los dos chicos a la sala. Cuando tras ellos se cerraron las puertas, hasta el indiecito dio gritos; pero, pronto se calmaron ambos al ver que nada les sucedía, y contemplaban, asombrados, al oso convertido en un curita bueno que los acarició riendo y les dio un caramelo y una estampa.
Luego, ante una gran cubierta de libros manuscritos, el padre y el Director departieron.

-Le traigo mi primogénito-dijo el hombre-. Quizá se aplique. Es el mejor, ¡Vivísimo!. Si hace travesuras, me avisa…

-Muy bien-. Y dirigiéndose al niño, el Superior preguntó:

-¿Cómo te llamas?

-Yo… Juan –dijo el chico, haciéndose alfeñique.

-Que seas como ése-. Y quitándose el solideo, el Hermano indicó en un óleo a San Juan Bautista de la Salle, cuyo rabá semejaba el alma de los niños abrazados a su cuello.

-¿Y este otro? –continuó el Director, aludiendo al cholito.

-¡Ah! – Contestó el hombre-. Es un indio que he traído de la hacienda para que acompañe al chico. Quizá aprenda siquiera a escribir su nombre…
¡Muy brutos son! Pero… ¡dele!: la letra con sangre entra.

-No, no. Aquí todos son lo mismo: niños.
Y el maestro acarició al indio, cuya carita de gratitud sonrió reflejada en las alas del cuello del religioso.
Después, llamó a un alumno grande y lo envió con ambos niños hacia adentro.

Hora de recreo. El patio hervía, mesa de todos los juegos infantiles. Pronto acudieron chicos que en la ciudad eran vecinos del novato, y lo mezclaron en sus juegos. 

El indiecito quedó solo. Aturdido en esa algarabía tan extraña a él, comenzó a buscar un sitio retirado; pero, antes de encontrarlo, cayó en manos de muchachos fisgones, que empezaron a silbarle y darle de golpes.

-¡Cocolo! ¡Cocolo! ¡Cholo cocolo!
Acurrucada, la víctima cubría con sus brazos la desnudez de calabaza de su cráneo.
De pronto, los agresores contuvieron.

-¡El Hermano!
Y trataron de huir.

La voz del vigilante los detuvo.

-¡A la pared!
Obedecieron en el acto, cabizbajos.
El Hermano abrazó al infeliz.

-No llores…Cuando te moleste, me avisas. Yo soy el Hermano Dionisio…Veme!
Y aquel viejecito, que en vez de corazón debe tener un rostro de niño que sonríe al ver otro niño, jugaba blanda y suavemente con las orejas del pequeñuelo.

-Yo soy el Hermano Dionisio, de la Octava…
Y tomando al niño por la mano, lo llevó hasta el aula, a través del patio enorme, siempre sonreído, haciendo su bordón del indiecito. A cada paso, contenía riñas y –viejo lebrel de Dios- salvaba un nuevo niño tímido.
El sol doraba la cabeza de los párvulos, y el cuello vaporoso del anciano, caído hasta un jeme sobre el pecho: lengua jadeante de su alma.
 

Cuando aquel día salieron los dos niños, Manuel Cuzco, el indiecito, tuvo pena. A la puerta, los esperaba el patrón. ¡Él era tan distinto!

-¡Ya ves! –dijo éste a su mimado, cuando los vio venir, extendiéndole los brazos- ¿No te dije?... ¿Y qué has hecho?.

-Nada,… repasamos las minúsculas.

-¡Muy bien! Ya vendrán esas medallas…
Y echó a andar con la mano sobre el chico, mientras decía a su sirviente:
- ¡Síguenos! Cuidado con perderse…

Habría, Manuel, querido quedarse ¿Pero cómo decirlo? Y resignado, fue tras ellos; mas, su corazón –orejita roja de pellizcos. Quedaba latiendo entre los dedos del Hermano de la octava.
Ya en la casa, le obligaron a quitarse el saco nuevo y le dieron la tarea de pelar montes, pues, en vacaciones, el patio se había soñado campo y alargaba hacia el sol manzanillas y otras plantas, en apretado ramo.
El chico aceptó el trabajo gustosísimo: Estaba en su elemento. Antes de empezarlo, fue con avidez hacia un ponchito rojo, del que le despojaron junto con sus largos cabellos de azabache, cuando vino. El poncho –choza plegable- cobijó sus hombros, cariñosamente. Después, Manuel cubrió su cabeza cruelmente afeitada, con el sombrero suyo, cucurucho de lana bruta, sin hilares, flor de rebaño, con que se abrigan los indios de la puna, y así vestido, se dio la tarea con ardor, como cuando pelaba allá, en su chacra, la hierba de los cuyes.
De repente, la voz agria de la patrona, cholejona enriquecida y cruel, hirió los tímpanos del Cuzco:

-¡Miren el longo de poncho, en plena casa decente! ¡Sáquese! ¡Ya te enseñaré a vivir entre cristianos! ¡Venga acá!.
El cholito se acercó temblando.

De uno como zarpazo, la patrona le despojó de las dos prendas agrestes.
-Ahora vas a ver lo que hago!
Y tomando poncho y sombrero por las puntas, con asco, fuese hacia el traspatio de la casa, haciendo adelantar al infeliz, a empellones.
En ese sitio, ardía una hoguera, devorando desperdicios.
Al verla, Manuel comprendió todo y se echó a llorar.
La mujer lanzó las prendas al fuego. El poncho cubrió las llamas que se salieron hambrientas, por sus flancos. Levantáronse, como para contemplar su presa. Cabrillearon un instante.
Tuvieron pena… y se apagaron.
Sobre el ponchito, casi intacto, rodaron los ojos del niño, triunfantes; mas, la cruel mujer, sacó a lucir una caja de fósforos, y se la entregó.

-¡Me mostrarás en cenizas poncho y sombreo! ¡He de ver!, el indiecito vacilaba.

-¿Entiendes? ¡Quema! – Y zarandeó al niño.
Este obedeció al fin, y pronto una gran llama, como fiera que él mismo provocara, devoró aquellos últimos recuerdos de su choza.
Lloraba el cholito cantando, mientras crecía el fuego: su taita le había comprado aquel ponchito vendiendo el borrego murungu, y quemando carbón en los cerros. Su madre había muerto cuando él vino… “¡Mama ca viviera!”…

-¡Miren al Jeremías! Ahora sí, a sacar los montes.
Y la patrona empujó al cholito, hasta el primer patio.

-Ha de quedar rapado como tu cabeza, y si no… ¡Hoy vas a conocerme!
Humildemente, el sirviente se puso al trabajo, tragándose las lágrimas, con frío y sin esperanza en el saco, porque era nuevo, y no podía usarlo sino al ir a clase.
La escuela llegó a ser para el cholito algo como un castillo encantado a donde entraba saliendo del infierno. Esperaba con ansías las horas de enseñanza y temblaba cuando a su compañero, el patroncito mimado y caprichoso, se le ocurría darse asueto, porque entonces también él faltaba, pues que sólo le enviaban para que cuide al niño.

Estudiaba con pasión. Las noches, en un rincón de la cocina, aprovechando de la bujía a cuya lumbre una sirvienta tejía toquillas, Manuel se engolfaba en un viejo silabario. En cambio, su patrón, cada día añoraba con más pena los cielos de la hacienda, reducidos, por culpa de octubre, a abecedarios… Las consecuencias no tardaron. Un día, al salir de la Escuela, hermosa medalla brillaba sobre el corazón de Cuzco, mientras, a su lado, el patroncito, muy vacío, refunfuñaba roído por la envidia.

Al llegar a casa, el indiecito no cabía en sí de gusto. Subió el primero la escalera, como nunca, a saltos…¡Quería que lo viesen, que lo admirasen!. Y oprimía la medalla contra el pecho, como con miedo de que volara. ¡Era tan bella! Dorada, prendida a un lazo azul, azul de mar.
Al verlo, la patrona no pudo ahogar una exclamación de sorpresa.
-¡Que milagro!... ¿Y el amito?
-Abajo está, amita…
La mujer, convencida de que su hijo traería mejor premio, llegóse, emocionada, a la ventana.

En el patio estaba el chico, cabizbajo.

-Sube, hijito, sube-dijo la madre, notando el pecado. -No importa…Así son estos frailes ¡Injustos, atrevidos!

Y en seguida, dirigiéndose a Manuel:

-¡Longo medalludo! ¡Ve el que saca la medalla! Quién sabe si no la has robado… ¡A barrer!

El criado obedeció.

-¡Sin leva! ¡Sin leva!- añadió, deteniéndose.

Y señalando la medalla:
-¡Deja también eso! Buena albarda te han puesto… Pero, ya voy a ver la casa sin una basurita. ¡Esto no es robar medallas!...

Todo aquel día, el galardón del niño fue objeto de sangrientas burlas. Odio irresistible brotó en el alma de aquella gente baja, al ver que un cholo subía sobre el hijo de sus entrañas.

En otra vez que lo vieron llegar condecorado, ya no sólo se burlaron de él, sino que le dieron látigo; pues el patroncito, envalentonado con los prejuicios y sinrazones de la madre, decía: Yo lo he visto. El cholo le compró la medalla a un amigo con plata de papá…
La mentira manifiesta era un pretexto para castigar al infeliz, pretextos que ocurrían a diario, como el de que era ocioso y sucio, el de que caía el niño confiado a su cuidado, en fin… Un día le quemaron los dedos: como no tenía pizarra, el cholito había pintado letras de carbón en la cocina.
Otra ocasión le rompieron la cabeza: Una mañana en que, el padre de la casa se dirigió al guardarropa, para calarse traje negro, pues iba a funerales. Al tomar el vestido, lanzó una exclamación de furia: Ni un solo botón había en todo el terno. Cogió la prenda arruinada y fue en busca de los chicos. A la puerta, tropezó con su hijo, quien, en ese preciso instante jugaba con el cuerpo del delito.

-¿Quién ha hecho esto?- preguntó, indicando las desgarraduras del chaquet. El muchacho con los botones en la mano, no tuvo qué decir, y rompió en llanto.
Ese momento, pasaba Manuel, conduciendo un enorme cubo de agua. El hombre fue hacia él, siniestro.

- ¡Otra vez harás esto!
- Pero si yo no he hecho, amito.
- ¡Indio! ¡Es que, por jugar contigo, el niñito ha arrancado los botones!
Y descargó un golpe salvaje.

Temblando el indiecito se incorporó apenas, y al ver que el patrón no continuaba, humildemente, volvió a levantar el balde enorme, y se alejó tambaleante, sin chistar, con el mudo llanto de su raza, mientras una lengua de sangre –germen de madre que todos llevamos en el corazón- lamía su cuello y sus débiles hombros temblorosos.
Poco a poco, Manuel se iba consumiendo. Sus ojillos, antes vivos –escribanos en la onda- se tornaron amarillos, y pronto, ataques espantosos lo llevaban rodando. Hasta el borde de la tumba. Y estudiaba como nunca. Todas las noches al fondo de la cocina, surgiendo de entre tiestos y basuras, aparecía en las manos del cholito un ladrillo poblado de mayúsculas hermosas. Y a pesar de esto, ya no llegaba con medalla nunca.
Los patrones, molestados por los ataques que se repetían con demasiada frecuencia, acudieron a un médico -¿No ha sufrido algún golpe fuerte en la cabeza? –preguntó el doctor al mirar en la nuca del enfermo una lacra lívida.

-¡Ah! Sí –contestóle el patrón, algo turbado-. ¡Sí…muchos!... Es demasiado inquieto… Se sube a los árboles… El otro día por alcanzar una pelota, descendió del techo… Ahí está la lacra, ¿la ve?... ¿será por eso?

-Por eso y quién sabe qué otras causas más… Tenga mucho cuidado. Si viene otro acceso no respondo.

Las recetas dejadas por el médico quedaron olvidadas, y poco después, los verdugos no pensaban en que la vida del pequeño estaba en un hilo. Seguían tan crueles como antes. 

Una mañana, llegando de la Escuela, Manuel entró tranquilo en la casa: no había hecho nada que pudiera motivar un castigo; además, no le dolía la cabeza. Ni siquiera llegaba con medalla…
Y se puso al trabajo, el barrido de la casa, casi como un niño, ligeramente alegre.
Barría, cuando la horrible voz surgió muy cerca de él:
- ¡Ve el indio, si entiende! ¡Pero si es indio pues, indio! ¿No te he dicho que te has de sacar la leva en cuanto llegues? ¡Sácate!. ¿No entiendes?

El muchacho lloraba, sin obedecer. La ira encendió a aquella arpía que fue con las uñas crispadas hacia su víctima.

-¡Mitayo, algo has hecho!...¡Ya habrás roto la camisa! ¡Sácate te digo!

E iba ya arañarle, cuando el indiecito, presa de convulsiones crueles, cayó rodando entre las piedras. Era el ataque ¿Sería el último?...

Pronto acudieron todos los patrones.

El virus retorcía el cuerpecito flaco, exprimiéndole la vida. Lo sujetaron. Quedó inmóvil, los labios fijos en los patrones. Estos, ligeramente conmovidos, por ver si respiraba, desabrocharon el saco del cholito, que quedó con su pecho descubierto. La vergüenza azotó las caras de los verdugos:

Una brillante medalla péndula en la cinta patria, estaba ahí escondida,… cubriéndole el pechito tembloroso.

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ALFONSO CUESTA Y CUESTA (Cuenca, 1912-1991). Novelista y catedrático universitario ecuatoriano, escritor indigenista y de denuncia social. Buena parte de su vida transcurrió en Venezuela. Integró el grupo Elan. La Dirección de Cultura del estado de Mérida y Conac, Venezuela, publicó en 1993 una antología de sus cuentos.

NOTAS DEL EDITOR:

Debe notarse que para el indígena, el cabello largo era una distinción especial, propia de su raza. Los españoles, en la conquista, los rapaban con intención, con el afán de humillarlos profundamente.

Texto tomado de Taringa. El texto ha sido editado y corregido, revisando el original, publicado en Antología del Cuento Ecuatoriano, de Eugenia Viteri.

26
Sep

MICROQUITO 2: “UN PIEDRAZO A LA CULTURA”

trofeo_microquitoReconozco que esta crítica es extemporánea en el sentido de que el muerto ya está frío, al menos el del 2011, pero el año entrante tendremos un cadáver nuevo, al parecer NADA exquisito, así que procedo a realizar mi crítica sobre el tan comentado caso del concurso Microquito, lleno de folclorismos, tal como TODO lo nuestro, y empezaré por el final.

El organizador, o al menos uno de ellos, un señor Sebastián Trujillo, a quien no tengo el gusto de conocer, empezó su discurso la noche de la premiación del concurso en el Mercado Iñaquito, anunciando que acababa de darle un piedrazo a la cultura de Quito.

Dicho así, tanto el escenario como la frase lucen bastante mal en la imaginación, porque para empezar si hablamos de mercados, a cualquiera le vienen a la mente puestos de fruta, ceviches y caldo de bagre. Si además añadimos la desafortunada frase, el conjunto luce como una sopa de letras con hueso de chancho y canguil.

A lo que se refería el señor Trujillo es al simbólico trofeo compuesto por una piedra de coloritos firmemente empotrada en un marco de madera recubierta de barniz: ese era el piedrazo a la cultura, según los organizadores.

Más allá de que todos tenemos derecho a equivocarnos y aprendemos a diario, equivocarse dos veces ya empieza a ser de mal gusto, en especial en la selección del jurado.

Porque escuchar al jurado fue la guinda del milksheik: ¡hablaban de volúmenes como economistas! Se sugería que contaban las ideas paridas por ecuatorianos y extranjeros como quien cuenta facturas. ¡Viva la Estadística! ¡Viva el cachondeo y la sal quiteña! ¡Nada que ver con el Arte, lo que contaba es reírse a carcajadas, tanto en el mercado como en la reposada lectura que se supone debieron realizar!

En Quito se escribe más de lo que al parecer muchos imaginan, porque elegir como miembros de un jurado que debe decidir sobre letras, a un cantante y una teatrera, con el debido respeto a ambos oficios y a las dignas personas designadas, es como contratar a un plomero para que construya a Pinocho: ¡zapatero a tus zapatos! El plomero hará su mejor esfuerzo, pero al final el resultado no será el esperado. Y la verdad no tengo idea de lo que se esperaba de este concurso, que al ser patrocinado por el Cabildo, REPRESENTA a Quito, no a sus organizadores, ni a sus filosofías y creencias particulares, ya sea que haya habido o no dinero de nosotros, los mandantes.

¿No es ya hora de que se mire a la Literatura con un poco de consideración? ¿Es justo que se mire este oficio como otro espectáculo de tecnocumbia o fútbol? ¿Circo para el populacho? Señor alcalde: ¿es esto tomar la cultura en serio? ¿Cómo es posible que un socialista mire a la cultura como a un mero accesorio, consciente de que define el imaginario de TODO un pueblo?

Como puede verse, por desgracia Quito recibió un sonoro piedrazo “cultural” en plena cabeza.

Va la presente, con respetuosa franqueza de parte de un vecino suyo, dirigida a los organizadores del concurso Microquito como una crítica constructiva, conocedor de que la naturaleza humana es aprender hasta el último minuto de nuestra existencia, pero con el afán de corregir siempre.

 

Atento saludo,

 

Luis Alberto Mendieta

1
Jun

La Gloria

Por Luis Alberto Mendieta

 

La gloria, hermano… La gloria. ¡Pero mala novia sería, si llega sin un enorme arcón de ducados, florines,  lustrosas doblas y doblones de oro! Eso o la muerte. Para ti Hernando, y para mí, creo que la vida viene a ser el elevarnos por encima del resto, de perpetuar nuestro nombre en las voces de miles de gentes que aún no nacen siquiera. La gente… Maldita chusma, que todo lo mide con la vara del oro. Maldito vulgo, que mira fascinado correr la sangre y aplaude rabiosamente la muerte como si fuera un espectáculo. La gloria es lo único que me aleja de tanta podredumbre. Y la tendré, por vida mía o la de quien se me atraviese: ¡Por ésta te lo juro hermano, como que me llamo Francisco!

 

14
Ene

Oh, sole mío

(versión libre de la canción, por Luis Alberto Mendieta)

Qué bella cosa

la mañana de sol

viento sereno

luego de la tempestad;

el viento fresco alegra la fiesta

¡Qué bella cosa la mañana de sol!


Hay otros soles, más bellos que éste

soles que nacen, del corazón:

Oh sol,

Oh sol amado,

caliéntame, caliéntame...


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21
Dic

La novena de la beata Eduviges

Por Luis Alberto Mendieta

 

Tendría ocho años de edad, a lo sumo nueve, y vivía con mi familia en “El Dorado”, barrio alegre, apacible, a pocas cuadras de la quiteñísima Alameda. La época de navidad había empezado y en todas partes podían oírse  los villancicos de aquella época: “Dulce Jesús mío”, “Campana sobre campana”, “Claveles y rosas”, junto al olor del incienso flotando por todas partes.

Mi madre solía hacer un pesebre muy sencillo, que ocupaba un rincón del saloncito de visitas, al pie del árbol de navidad, con un niño Jesús casi microscópico, y, niños al fin,  con más entusiasmo por la novedad que fe cristiana, solíamos entonar emocionados las canciones navideñas, en espera de la Nochebuena.

Pero ese año fue distinto, porque no hubo pesebre debido a que mis padres atravesaban problemas entre sí, de modo que en cuanto la beata del barrio llamó  para invitarnos a su novena, mamá aceptó encantada. Golpeó la puerta al poco rato y salimos a atender. Curioso como era,  la acompañé para enterarme de los detalles.

La vieja era de regular estatura, enjuta. Tenía un mirar afilado y en la cara una mueca de permanente cabreo. Al notar que la miraba con atención, intentó sonreír, pero solo consiguió una expresión taimada, que me intimidó aún más  que la anterior: sabía perfectamente lo que estaba pensando sobre ella con tan solo mirarme al rostro.

“Hola mi amor” –graznó, tratando de sonar tierna y alegre, sin éxito- “Vendrán nomás a la novena, van a estar todos los guaguas[1] del barrio, a diario voy a regalarles confites, toctes[2] y sorpresas. Traerás a tus ñaños[3]”.

Toctes limpios

Miraba con desconfianza, como tratando de adivinar mis impulsos naturales. Unió al pensamiento la palabra:

“¿Pero no son muy traviesos, no?”

Mamá acarició mis cabellos. “Son unos chicos muy buenos, señorita  Eduviges”, dijo, aunque algo en su tono de voz no sonó muy convincente. La vieja puso cara de arrepentimiento, pero ya era tarde para eso. Se despidió y quedaron en que mamá nos enviaría a las siete de la noche en punto.

Por esa época vino a visitarnos una tía, Dolores, a la que llamábamos, como era de esperarse, Lolita, o Lola a secas, de apenas quince años. Tenía ella la sonrisa fácil, y la palabra burla en la punta de la lengua, pero era de utilidad en la casa, cuando se animaba a ayudar, como toda adolescente. Mi madre le rogó que nos acompañara a la novena, preocupada por cualquier estropicio que pudiéramos provocar en casa de la solterona.

Lola se negó al principio, alegando que esas reuniones eran aburridísimas, pero se dejó convencer finalmente, y así, el grupo familiar que iría a la novena quedó conformado por Lola, mis dos hermanos y quien relata esta anécdota. Pablo y Javier, mis hermanos, eran pequeños y bastó mencionarles que habría caramelos para que contasen las horas que faltaban para ir a la novena.

La primera noche, debo reconocerlo, fue realmente graciosa. La mujer, entusiasmada, esperaba a los pequeños visitantes en la puerta de su casa, y a cada recién llegado entregaba un puñado de caramelos, un tocte, y la promesa de algún juguetillo el 24 de diciembre, último día de la novena.

La sorpresa inicial fue encontrarme con un pesebre enorme, que ocupaba el centro de una habitación bastante grande, sobre un pedestal de, digamos, un metro de altura. Allí había recreado la señorita Eduviges –ahora se me ocurre-, una especie de Gólgota de musgo con un pesebre en la punta, un senderito muy bien trazado y sinuoso, y una verdadera  multitud de santos, santas y abundoso ganado de todo pelaje. Por supuesto, el niño Jesús era casi de tamaño natural, y contrastaba bastante con la estatura de sus padres, excesivamente pequeña en relación con la de su hijo. Aún así, el San José de este pesebre era un verdadero coloso comparado con el de mi casa.

Había no menos de treinta almas allí, entre niños, niñas y varios mozalbetes, todos bien peinados y limpios. Pude ver también a un manojo de viejas, que por supuesto se colocaron junto a la anfitriona. La ceremonia dio inicio en cuanto la señorita Eduviges pidió silencio.

Al contrario de lo que podía esperarse, la diversión empezó allí.

Tenía la mujer un acento tan ridículo al rezar, dando voces y acompañando fervorosamente sus rezos con golpes de pecho, que opacaba los aspavientos del resto de ancianas, que por cierto tenían voz clara y buen pulmón, de tal modo que aquello se convirtió en una entusiasta barahúnda, coreada por las voces de unos pocos muchachos, a los que sin duda les gustó el rito o ya estaban acostumbrados a él por haber venido el año anterior, pero la mayoría guardábamos mortal silencio, sorprendidos por la inusual escena.

Yo, callado, miraba de rato en rato a mi tía, y cuando nuestras  miradas se cruzaban, se dibujaba en su rostro un amago de carcajada, que en esas circunstancias hubiera tenido consecuencias lamentables. Consciente de ello, ocultó los labios con las manos juntas para disimular la risa, en actitud de orar, y evitando mi mirada.

Luego vinieron los villancicos.

La señorita Eduviges empezó cantando “Dulce Jesús mío”, con su inconfundible acento, pero  logramos llegar sin novedad hasta el final, y en cuanto estuvimos en casa, Lola contó a mi madre lo que acababa de suceder. Luego de reír con nosotros el asunto, se puso muy seria y nos hizo prometer que mantendríamos la compostura en casa de la vieja beata[4].

A la noche siguiente no hubo ni dulces ni toctes, asunto que para nuestra  condición de niños fue imperdonable, y noté un brillo de acritud en la mirada de mi tía por la misma causa.

Ocurrió lo mismo al tercer día, y al cuarto.

La vieja estaba consciente de que nos había engañado, pero fingía descuido u olvido. Siempre fui sedicioso, así que al entrar busqué a la mujer, que por cierto se hacía a un lado, evitaba el mirarme, adivinaba mis intenciones.

Me le planté delante y sugerí que “se olvidó de entregarnos nuestros caramelos y lo demás”. La vieja respondió en voz alta, como para que oyesen todos, que “el niño Dios castiga a los que vienen a la novena solo por interés”, y como al parecer sintió que la arenga quedó muy tibia, añadió en tono amenazante y mirada asesina: “¡la codicia atraerá el juicio del señor tu Dios y serás maldito, como Ananías!”.  Algo así. Luego ordenó que nos sentáramos para empezar la novena.

Supongo que estaba muy feliz porque al maldecirme, aterró a todos los demás, evitando así que cualquiera vuelva a pedir golosinas, ahorrándole el dinero que debía invertir en dulces, al menos hasta el fin de la novena. Además todos me miraban como si al salir de allí, el diablo estaría esperando para ajustarme cuentas.

Quizás fue la diatriba, o simplemente estaba contenta con el curso de la novena. Sea lo que fuere, la señorita Eduviges estaba eufórica y locuaz. La respuesta de la mujer me dejó bastante mortificado, así que rumié despecho durante toda la velada, buscando el momento de la venganza.

Supongo que para darnos una sorpresa, la señorita Eduviges desempolvó esa noche de sus recuerdos una antigua tonadilla que iba más o menos así:

Venid y vamos todos

con flores a María,

con flores a porfía,

que madre nuestra es.

De nuevo aquí nos tienes,

purísima doncella,

más que la luna bella,

postrados a tus pies.

El estilo chillón era similar al “Dulce Jesús mío” de la primera noche, y la tonada igualmente alegre, pero el timbre más ensordecedor, gangoso, y en esta melodía decidió rematarlo con un alarido ridículo en la palabra “porfía”, asentando la fuerza del fervoroso grito en la letra a, de modo que sonaba “porfíaaaaaaaaa” en un tono tan agudo que lastimaba los tímpanos.

El silencio sepulcral que se creó en torno a nosotros me hizo voltear a ver primero a mi tía, y luego a todos los demás. Lola apenas pudo mirarme, y se cubrió los ojos rápidamente para evitar la tentación que le ofrecían los míos. Mis hermanitos se cubrieron de igual modo el rostro  en cuanto les eché un vistazo, y a medida que buscaba la mirada de los más cercanos encontré la misma actitud. El resto de viejas bajó el tono al notar el exceso de su compañera, pero algo de risueño había en su expresión.

La situación se puso peor en cuanto repitió la estrofa, porque empecé a inquietarme visiblemente y todos estaban pendientes de mi actitud, o al menos eso era lo que yo sentía.

La risa contenida  podía verse en cada uno, y varios se agacharon para disimularla, pero la rebeldía, mezclada con la ridícula situación pudo más en mí, y volví con malicia la mirada hacia Lola, que en esta ocasión no pudo soportar y juntos soltamos una estruendosa carcajada en el instante en que la vieja pegó el alarido al llegar a su “porfía”.

Todos los asistentes, incluidas las beatas que acompañaban a la señorita Eduviges, corearon la risotada. Reí tanto, que casi ni sentí cuando Lola me arrastró hasta la puerta. Noté que los demás iban calmándose, pero a mí me agarró un ataque de risa imparable.

Desde la puerta, mientras salía, la señorita Eduviges me trató de hijo del diablo, hijo de Caín y otras maldiciones bíblicas que ya no recuerdo, pero yo seguí riéndome de ella hasta que entré a mi casa. La azotaina por culpa de ese episodio también fue inolvidable…

No volví a ver a la señorita Eduviges… Supongo que estará a la diestra de Dios Padre, o en el sitio designado allá arriba para las beatas, pero eso sí: estoy totalmente convencido de que la buena mujer no pertenece al coro de ángeles del Reino Celestial.

Quito, Diciembre 21, 2010

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[1] Guagua significa niño en lengua vernácula ecuatoriana.

 

[2] Para quienes no lo sepan, tocte es una especie de nuez silvestre que crece en grandes árboles en la serranía ecuatoriana, de cáscara muy dura, y sabor similar al de la nuez común. Lo interesante del tocte era que servía de entretenimiento infantil, pues no es fácil partirla, y los niños se reunían para cascarlas, ayudados por piedras, para luego pelear por los fragmentos (que volaban en todas las direcciones), y lamentar algún dedo machacado. Por alguna razón, esto era divertido para los niños de entonces.

[3] Ñaños significa hermanos.

[4] Para quienes lo ignoren, suele llamarse “beatas”, a las mujeres (de edad madura) que asisten a diario a la iglesia, para escuchar los servicios religiosos, rezar por su cuenta, compartir chismes de barrio con sus cofrades e intervenir de todos los modos posibles en los asuntos de Dios atinentes a la parroquia y al cura. Una característica de estas señoras es que en misa están siempre en primera fila, y elevan desmesuradamente su voz para que todo el mundo conozca de su inmensa fe cristiana. Su tono suele ser chillón, plañidero, y delata su verdadera personalidad. Aunque actualmente es muy difícil encontrarlas, antes vestían siempre de negro, y se cubrían con un chal de randa, si podían  costeárselo, o simplemente una chalina de lana. Coleccionaban efigies de vírgenes y santos. Fueron producto de una sociedad mojigata y oscurantista en América y Europa.

19
Ago

El gran reloj de W. J. Kursk (fragmento), del libro de relatos TONTÓDROMO

[audio:http://www.flashbackuptools.com/Music/dali.mp3|autostart=yes]

Nos conocimos en un lejano tiempo en el que sobrevivíamos de la industria del hot dog en platinados carritos, que arrastrábamos uno junto al otro por el bajo Manhattan antes del mediodía, de camino a nuestros lugares de trabajo, compartiendo ensueños hasta que concluí el journalism school.

Él se quedó en ésa mierda varios años más, solo, porque no tiene familia, acompañado nada más de su infaltable hierba.

Cuando su fama empezó a darle de comer, adoptó la barba de filósofo británico y la toga de Krishna. El repudio al agua y al jabón de baño  venía sin duda de su infancia en la helada estepa siberiana.

Contaba a los amigos que llegó a América cuando tenía diez años; en seis meses hablaba inglés y al concluir el año se entendía perfectamente con todos los latinos del vecindario donde nos conocimos, un ghetto miserable y mal oliente, con osamentas de automóviles viejos o incendiados de trecho en trecho, ruinosos edificios grises y miles de dominicanos ansiosos por entrar a las ligas mayores de béisbol que nunca lo lograrían o ya fueron rechazados por cualquier causa. En ésa época adquirió el hábito de fumar marihuana. Yo llegué a ese lugar por cosas del maldito destino, para quedarme por varios años, para mi desgracia.

Sólo cuando era ya un personaje absolutamente reconocido y adinerado, decidí irlo a ver para solicitarle una entrevista que debía aparecer en una crónica de gente famosa. Me atendió sin los preámbulos de semanas y hasta meses que normalmente solía imponer a todo aquél que quería hablar con él y además no pidió un centavo por la entrevista. Me miró emocionado al recordar nuestras aventuras de miserables gusanos en plena barriga de la monstruosa manzana. Recordamos las juergas con las putas de nuestras vecinas del barrio latino y las broncas con sus cabrones novios que no querían compartirlas. Los quepís blancos y los mandiles. Las humillaciones diarias de gente para la que éramos menos que escoria, perdedores a la enésima potencia, fracasados con horario de 9 a 5. Se trataba de las vergonzosas historias que sólo un puñado de personas conocía de mí y que siempre cuidé de enterrar en el olvido. “¡Mírennos ahora!” gritaba emocionado y con voz ronca al vacío, a las paredes de su penthouse, al elegante y costoso mobiliario. Mírate, pensaba yo, tú tan rico y yo tan de nueve a cinco; tú tan talentoso y yo tan copia al carbón del modelo gringo, tan cigarrillo en su cajetilla repleta de cigarrillos.

Al notar mi tristeza, me propuso no solamente escribir una crónica suya, sino ser su historiador personal y portavoz, con un sueldo diez veces mayor que el que me pagaba el periódico para el que lo entrevisté, y con horario abierto. Fue así como me convertí en su biógrafo personal.

***

A sabiendas de que organicé un negocito de varios cientos de miles de dólares gracias a su fama, aceptó exhibir su demencial objeto en Quito. Tuve licencia además para ejecutar varias maniobras comerciales: magnanimidad suya, por dejar que me enriquezca yo también un poco. Pidió sin embargo algunas prerrogativas inevitables, que le dejarían igualmente jugosas ganancias.

Impresionante el zambomba que armó para el viaje en su flamante avión. Decenas de guardaespaldas. Varios camarógrafos de todas las cadenas de televisión de señal abierta y de cable que pudieron pagar las descomunales sumas que exigió como derechos de difusión de su espectáculo. Quince mujerzuelas de todos los colores, porque para padrote, quién más que Kursk. Venía también el resto de parásitos que rodea a las estrellas en ascenso que no tienen la sensatez de quitárselos de encima: amigotes, peluqueros, maquilladoras, asesores de imagen, consejeros de etiqueta y buenas maneras. Toda esa fauna joligudense invadió el vuelo que nos llevaría a Ecuador, con bullicio de adolescentes en bus escolar, claro, luego de que Kursk subiera el primero a su camarote en el avión, acompañado únicamente por sus concubinas.

 

En Quito.

¡Había que ver su toga y su barba de patriarca en el lugar de honor cuando nos presentamos en la plaza, con ocasión de la fiesta de la ciudad! Parecía el apóstol predilecto del Gran Cannabis Deus con su pequeña pipa ahíta de hierba inundando el aire con su pestilencia… Había que ver la de aplausos que arrancó a la concurrencia mientras empinaba circunspecto un pellejo de tintazo insípido y barato que algún aficionado le lanzó al pasar y que atrapó en el aire de un zarpazo. Elevaba el brazo y la bota con una mano, que dejaba caer el oscuro líquido a su boca abierta de par en par, en vulgar e impresionante chorrito de casi un metro. Con la otra mano saludaba a la afición en las pausas de beber, cuando no la usaba para sostener la pipa, que prefería sujetar con los dientes de rato en rato, para darse mayor nota.

 

FIN DEL FRAGMENTO.

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19
Ago

Una noche en el Taj Mahal (fragmento), del libro de relatos TONTÓDROMO

[audio:http://www.flashbackuptools.com/Music/solo.mp3|autostart=yes]

Al principio no recordé lo que Martínez acababa de mencionar. Sólo me quedé mirándolos. Llevaba siete u ocho gin tonic encima, — que fue lo que bebí, entre otras cosas, durante la veladay estaba en ese punto de la embriaguez en que uno está como entre nubes. Cambio de ritmo en la música. Flautas y el redoblar de tambores con los que empezaba la canción arrancaron en mí un espíritu belicoso.

El corazón me punzó dolorosamente al ver su cabello recortado casi como el de un hombre. Enloquecí al ver tu mano sujetando su cintura con la firmeza de quien aferra algo que le pertenece. Estaba mi ánimo muy exacerbado en aquél momento por la ginebra que enloquece, que abruma. No consideré para nada el hecho de que tu novia estaba presente. No pude discernir que delante de ella serías incapaz de cortejarla y cuando estaba a punto de lanzarme contra ti como una tromba, Martínez me sujetó del brazo y juntos nos acercamos al grupo:

-                   ¡Hello, Hellooo! Miren a quién me encontré allá afuera… — Reía sarcásticamente el infame —.

Te juro César, que nunca te había visto tan demacrado. Tu eterna novia presintió que algo grave estaba pasando y tan sólo atinó a sujetarte de la cintura, como protegiéndote. Su amiga, de espaldas a mí, continuó bailando hasta que notó que ustedes se habían detenido. Ni siquiera volteó a ver. Supo de inmediato de quién se trataba. Quizás ni lo notaste por la conmoción momentánea, pero hasta la gente que estaba a nuestro alrededor se hizo a un lado al mirar la situación y presentir que lo único que quería es matarte a puñetazos, traidor. La música seguía sonando, indiferente:

“Y tú, que ansías controlar mi vida,

La paz, con guerras son mi día a día, día a día, tía…”

Pero fue peor cuando entendí tus explicaciones entrecortadas, apenas coherentes sobre que la encontraste hace unos días en la calle y que acertó a pasar Martínez y que los presentaste y que habían quedado en verse ésta noche y todo lo demás, que salió de tus labios, amoratados de pánico al verme, como nunca, fuera de mí…

Aísha tomó su bolso y se marchó sin mirar atrás. Y claro, detrás de ella, Martínez. Alcancé a oírla sollozar mientras se alejaban. Supongo que procuraba consolarla el gamberro ése.

Hasta el cabreo que tenía se marchó con ella. Caminé como un autómata rumbo a la puerta, Pagué cuando me lo exigieron y me alejé del bar sin decir palabra.

Y me imaginé, mientras vagaba sin rumbo, al torpe de Martínez acariciándola, haciéndole el amor. No: divirtiéndose con ella.

...

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18
Ago

El caballo de Schiraz (Fragmento), del libro de relatos TONTÓDROMO

[audio:http://www.flashbackuptools.com/petit_mer.mp3|autostart=yes]

***

Pasado un mes me puse a pensar en la advertencia del Flaco, ante los silencios en mi libro de visitas que siguieron a la madrugada aquella, extrañamente parecidos a los que quise encontrar en “La Petit Fille de la Mer” de Vangelis, repetidos varias veces en mis sueños, que repasaban una y otra vez aquella noche, con esta canción como música de fondo. Caprichos melómanos del subconsciente. Y la voz de César, grave, sentenciando a intervalos irregulares:

“…Betito: Estás demente, viejo, si te dejas llevar… Esa mujer acabará contigo…”

Y concluí que este tipo siempre tuvo algo de profeta.

Una confesión:

César, flaco, debo reconocerlo, conciencia culpable: Estuve implicado en el hecho de que mi hermana se apartara de ti, porque mucho conozco lo infame que fuiste con cualquier mujer que se atravesó en tu camino y el peligro de tu bocaza. Por fortuna nunca te gustó leer cuentos, viejo, que si leyeras esto me odiarías de por vida, por la mala fama que te hago, (ni hablar del asunto de mi hermana) pero cierta al fin y al cabo, compañero. Aunque el tiempo pasa, lo sé, y de seguro dirás que has cambiado, pero ten en cuenta que entonces lo eras, amigo… Eras un bocón y no podrás negármelo.

***

Correspondiendo a su anterior visita, fui a verlo a su casa colonial o casi, ubicada a pocas cuadras de la Plaza Mayor de Quito, un día lluvioso de abril. En cuanto llegué, echó sobre mí una mirada compasiva que me inquietó terriblemente, pero este perro viejo supo mantenerse entero. Palabra.

Sonreí como si nada… Cuando preguntó cómo me fue con “mi Aísha”,  respondí que de perlas. Que vivía el mejor romance de mi vida…

“Me alegro, Betito… Porque hace unas semanas detuvieron a una adolescente limeña que plagió el helicóptero de su padre, un rico petrolero. Ella visitó por varias ocasiones cierto país de Latinoamérica sin autorización oficial. En su declaración, manifestó que anduvo en busca de trofeos… Es hija de árabes o turcos, si mal no recuerdo. Habló algo de un tal caballo de Schiraz, con c de por medio, según el informe, al referirse al aparato… Menos mal que no fue tu caso. Menos mal, Betito, porque para ella todo era un juego, una cacería, travesura de adolescente…”

No dejó de mirarme con algo de lástima, hasta que le mentí que lo de aquella noche en mi terraza fue una broma de los cuenteros del Portal, que buscaban desquitarse de una que les hice hace poco… Me despedí enseguida, lívido de vergüenza.

Fue una especie de estúpido ajuste de cuentas de la vida, supongo, el oír de sus labios el desenlace de mis locuras con una mujer que casi con seguridad nunca sería mía sino una transeúnte.

***

Hace más de un mes, pasó Cesare en su automóvil mientras tomaba yo un café en la avenida que nunca pasa de moda, a la que llaman Tontódromo porque uno viene aquí a eso, a tontear, por lo general con un montón de amigos y ninguno con pareja y si la trae es a su propio riesgo porque de seguro se larga con otro antes de medianoche, digo yo. Venir a emborracharse es el común de los casos y para mí, la verdadera razón por la que la avenida Amazonas tomó este apodo.

Serían las cinco o seis de la tarde y lloviznaba mansamente. Se detuvo de inmediato al verme y con él invadió su grupo la mesa que compartía con mi enamorada de turno, una abogada guayaquileña. Él y los suyos venían cantando a gritos, por oírla en la radio, esa vieja canción de los ochenta que dice:

…“Rufino, me invita a comer langostinos.

Me gusta verle bailar… Su aire de pingüino

Rufino es: libertino, divino y superficial”…

— Mi auto reluce más que el suyo sin duda —, se me ocurrió pensar, estúpidamente. Nos miramos a un tiempo y despedimos a nuestras respectivas compañías con diplomáticos pretextos. Supongo que quería hablar de lo que me ocurrió, pero no hubo tiempo.

Nos largamos en busca de una terraza donde debatir las eternas diferencias de siempre y siga hermano, que me impacientan las pausas, “Con la carne del alma de gallina”, “con el tren del optimismo volando entre las montañas de la imaginación”. Sandeces de ebrios esperando la llegada del amanecer.

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13
Feb

Polvo-y-olvido

Por Luis Alberto Mendieta

María Belén sin duda es esa clase de jovencitas que cualquier hombre voltea a mirar por su sensual atractivo.

¡Cómo podrías olvidar su primera noche juntos! Tan a su manera, que te sentiste una bestia, un animal devorando aquello que el demonio te arrojó por entretenerse un rato, por ver tu reacción. Y es que estando en lo mejor, en la cúspide de la refriega, la Belén con su beatífica sonrisa te arrebató el placer en el instante más inoportuno.

Es de aquellas que están absolutamente convencidas del valor de su clase social, y desprecian todo aquello que consideren vulgar o rústico. Sin embargo su naturaleza, en el fondo, es sencilla y quizá hasta dulce, pero cuando el demonio del capricho entra en su corazón, exhibe una personalidad que fácilmente humillará a quien no sepa tratar con personas de su nivel. Le resulta sencillo aplastar al que se le ponga por delante con un par de palabras o el más mínimo gesto, porque el poder del dinero ha creado en sus ojos dos tizones que brillan en ése rostro pálido suyo de Virgen María adolescente, con actitud capaz de abatir murallas, armada únicamente de intrepidez.

La María Belén… Ella y su aura virginal, entre la centena de compañeras suyas, mocosas libertinas, carentes de honestidad… Tal como tú.

Esa actitud angelical que te excitó siempre de ella, infame ironía, fue la que llegaste a odiar, porque sus malditos orgasmos tenían algo de advenimiento sagrado, de ceremonia vestal, de pacto divino en el que tu alma le pertenecería para siempre. Mal polvo la María Belén… ¡Maldita sea! Mal polvo. Mujer ideal para cualquier hombre sensato y el mejor partido del mundo para ti… Pero mal polvo al fin y al cabo. Te asqueaba su prosaico amor de jovencita perdidamente enamorada de su maestro porque siempre quisiste hembras-animales, mujeres de sangre caliente y mirar lujurioso, aficionadas a los placeres de la cama: hembras regodeándose en el hecho de que las poseyeran para olvidarlas cinco minutos más tarde: mujeres-fáciles, mujeres-polvo-y-olvido, polvo y olvido…

Hasta que una tarde su recuerdo te arrancó un estremecimiento porque caíste en cuenta, espantado, que pese al aparente disgusto, empezaste a añorar la llegada del sábado para repetir en tu lecho su extraño ceremonial.

Enero/2010.

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