9
Feb

Jorge Majfud: El príncipe y la utopía

El derecho natural a la igual-libertad

Nicolás Maquiavelo y Tomas Moro

majfudPodemos decir que el año 68 significó el clímax de los sesenta y a la vez el inicio de su caída abrupta. Pero esta aparente derrota a corto plazo, que se extendió por décadas, fue en realidad un éxito más del humanismo utópico.

Si consideramos la Edad Media y el Renacimiento de las conquistas geográficas y de la consolidación del cupiditas capitalista —avaricia, ambición; el principal atributo del demonio, según la olvidada teología medieval— como valor moral del “espíritu de superación”, podemos observar que los valores exaltados en los sesenta y en todos los movimientos sociales y comunitarios que hicieron y siguen hoy haciendo historia, no son otros que la continuación de los valores de la revolución humanista de los inicios del mismo Renacimiento que, lenta y casi clandestinamente, se ha ido imponiendo a lo largo de la historia y de las geografías del mundo.

Creo que podemos ilustrar esta ambivalencia histórica con dos libros clásicos: por un lado El Príncipe (1513) de Nicolás Maquiavelo y por el otro Utopía (1515) de Tomás Moro, donde la ambición por el oro, como lo será en los posteriores conquistadores de America y lo dejará explicito Guaman Poma de Ayala cien años después­ en sus Cronicas, no era un signo de progreso sino de retardo mental, de primitivismo social. Por el otro lado, el maquiavelismo es más lógico y necesario en un sistema democrático-representativo que en un sistema absolutista, como lo era el de muchos príncipes de la época.

Las Américas, especialmente, fueron desde entonces campos de batalla de estas dos formas de ver y de construir o destruir el mundo: el pragmatismo de la política en el poder y la utopia de los revolucionarios; la practica y la imaginación; el ejercicio de la manipulación del lenguaje para adaptarlo a la realidad y el ejercicio del lenguaje como instrumento de concientización para cambiar la realidad; la creencia de que vivimos en el mejor de los mundos posibles y la protesta y el desafío practico e intelectual de que otro mundo es posible, etc.

Entre los valores de la vertiente humanista iniciada en el siglo XIII podemos anotar la reivindicación del cuerpo —el “espíritu epicúreo” de los aborígenes del nuevo mundo, según Américo Vespucio—, el reconocimiento del otro, llamado estratégicamente minorías aún cuando no lo son, etc. Es decir, toda esa inevitable diversidad de la raza humana que por lo menos desde la historia escrita ha sido en su abrumadora mayoría victima de las fuerzas de la brutalidad política, ideológica, religiosa y militar antes que protagonista principal de su propia evolución.

Pero poco a poco esa humanidad ha ido tomando conciencia de sus derechos a ser protagonista de su historia y conciencia de su fuerza real para serlo. Y aunque sea una verdad incómoda, también debemos tener el valor de reconocer que el inicio o por lo menos la centenaria maduración de esa conciencia que alguna vez fue hereje, radical y subversiva fue responsabilidad de una elite de disidentes. Aquellos hombres de letras que comenzaron por las humanidades y siguieron por las ciencias, aquellos estudiosos de la historia y críticos de la autoridad política, moral y religiosa, fueron el resultado también de la convergencia, además de la pagana tradición griega, de otras largas tradiciones, la judía, la cristiana y la islámica. Pero fueron siempre minorías por fuera del poder de los césares de turno, quienes en principio persiguieron y condenaron a los disidentes y en última instancia se apoderaron de sus discursos para legitimarse ante una realidad que los invadía como una marea. Y así, por ejemplo, destruyeron el humanismo, la utopia del fraternalismo universal del primer cristianismo y siguieron persiguiendo o tratando de integrar a sus filas a los peligrosos disidentes que veían en cada ser humano y en toda la diversidad de las culturas, de las disciplinas y de la historia, al mismo ser humano pugnando por su derecho natural de igual-libertad.

El siglo XX significó un violento choque entre ambas corrientes, el maquiavelismo y el cesarismo por un lado y la rebelión de la utopia por el otro. Solo que no siempre estaba claro ni coincidían las retóricas y las declaraciones de intención con la practica, y así más de una utopía se convirtió en cruda realidad de los cesares y los fariseos de turno. Pero la experiencia humanista que reclamó con los hechos el valor de la igual-libertad continuó adelante, tropezando, cayendo como un Cristo en su via crucis. Detrás del simbólico, real y maldecido 1968 había al menos siete siglos de reflexión y de sangrientas luchas. Pero también, en muchos aspectos, fue una expresión explosiva e inmadura, juvenil en sus propuestas, inocente de sus posibilidades y de las fuerzas reaccionarias que terminarían aplastándolas con la fuerza de las armas y de la propaganda moralista de las instituciones establecidas. Su abrupta caída revela que fue víctima de una poderosa fuerza conservadora. Su lenta e inexorable persistencia revela que no fue simplemente una moda sino una estación más de un largo viaje que ya lleva siglos.

Valores e intereses

Ahora, basado en estas observaciones nos queda una reflexión, que menos que teoría es una hipótesis. Hoy en día ni el más radical antimarxista —digamos un investigador, que no sea un político o un predicador— podría negar la fuerte conexión que existe entre la economía, los procesos de producción —agreguemos, de consumo— con las morales en curso. Por ejemplo, siglos antes de la abolición de la esclavitud en América ya existía la crítica radical de humanistas seculares, ateos y religiosos que rechazaban esta práctica y su correspondiente justificación moral. Pero no fue hasta que la Revolución industrial hizo innecesario y hasta inconveniente la existencia de esclavos en lugar de obreros asalariados que se impuso la moral antiesclavista. Lo mismo podemos observar de la educación universal y de los derechos de la mujer.

Cada vez que un político y alguno de sus religiosos seguidores repiten que lo que importa en política son “los valores”, los valores del político y los valores morales del partido, lo que hacen es confirmar lo contrario. Estos valores son los valores de Maquiavelo, sentimientos morales estratégicamente establecidos por una práctica de dominación a veces imperial, a veces solo domestica. La expresión de “un hombre de valores conservadores” hasta no hace mucho conmovía hasta las lagrimas a la mayoría de la población norteamericana. Tanto que nadie podía contestar a esa fanática convicción, que en la práctica significaba mandar ejércitos a invadir países para mantener “nuestro estilo de vida” imponiéndole a los bárbaros de la periferia, por las malas cuando no por las buenas, “nuestro humanismo democrático”.

Sin embargo, por otro lado, si vemos desde el punto de vista histórico, podemos destilar un factor común. Hay valores que sobreviven a los imperios, que se sobreponen y sobrepasan cualquier sistema económico, político y militar. Son valores de liberación pero también son valores de opresión. Es decir, esos valores no dependen de la circunstancia y de los intereses del momento. Con el tiempo el mismo poder hegemónico debe manipularlos ante su propia incapacidad de contradecirlos. Es decir, el lobo debe vestirse de cordero ya que no puede convencer a los corderos de que es bueno. La expresión del poder es en última instancia siempre directa —una invasión, por ejemplo— pero en estado normal siempre recurre a la legitimación moral. El poder siempre se oculta, el poder siempre se viste de lo que no es y esa es su principal estrategia de perpetración.

Podemos decir, entonces, que los valores morales están fuertemente condicionados por un sistema de producción y al mismo tiempo sirven para justificarlos y reproducirlos. Pero al mismo tiempo no, pueden trascenderlo. El mismo sistema capitalista ha pasado por diversas etapas, como la era industrial y la postindustrial, la era de consumo, la era digital, etc. y, sin embargo, los valores que llamamos humanistas continúan su marcha inexorable. Con frecuentes rebeliones, con más frecuentes reacciones, pero inexorable al fin.

Sé que mi viejo maestro Ernesto Sábato dirá lo contrario; que, como en el paradigma religioso, todo tiempo pasado fue mejor; que desde el Renacimiento el hombre se ha cosificado, corrompido, deshumanizado. Pero no es del todo verdad. Basta echar una mirada a la historia y también veremos opresiones, esclavitud, violaciones, violencia física y lo que es peor, violencia moral, ignorancia del derecho a la igual-libertad, pueblos reventados, individuos sobreviviendo a duras penas hasta los cuarenta años. Críticos como él también son parte de una conciencia humanista y su pesimismo se debe a las altas expectativas de su sensibilidad intelectual, más que a los retrocesos de la historia.

Para llegar a los logros que podemos contar hoy en día, sean pocos o muchos, hubo que pasar por muchos mayos del 68, revelándose contra el dolor o contra la autoridad arbitraria, alzándose por el derecho a la vida individual y colectiva, reclamando, siempre reclamando hasta la última gota el derecho a la desobediencia y a la vida en toda su plenitud, a la igual-libertad.

-Jorge Majfud, Lincoln University

9
Feb

Rubén Darío Buitrón: Asesinato de imagen

rubendariobuitron¿Asesinato de imagen? El ex Ministro, antes de abandonar su cargo, se declaró víctima en un proceso que, según él, “se llama asesinato de imagen y es parte de la comunicación moderna”.

Se nota que el ex Ministro conoce de filología y lingüística. Y que, también, conoce cómo se ejecutan en el terreno ese tipo de categorías semánticas. Y que, además, en el despacho desde donde ejercía sus funciones seguramente manejaba con soltura ese tipo de mecanismos.

Asesinar una imagen es una herramienta que se basa en estrategias diseñadas para golpear la reputación de una institución, un funcionario o un ciudadano.

En las campañas electorales, donde los valores morales solo sirven para la demagogia, aquella estrategia suele funcionar muy bien: en tanto se desprestigia al adversario suben los bonos de quien, desde la sombra, auspicia el descrédito y la descalificación.

¿Es posible asesinar una imagen desde los medios de comunicación? Sí, lo es. Si los periodistas no trabajamos bajo el rigor de la ética, el respeto y el apego a los principios filosóficos y democráticos, una imagen puede quedar enterrada para siempre.

Pero esa ofensiva comunicacional no solamente se puede ejecutar desde la prensa. Un líder también puede hacerlo, y con mayor eficacia si se trata de un político o un régimen con altos niveles de credibilidad.

El Gobierno del presidente Rafael Correa ha intentado ser contundente en sus asesinatos de imagen. Con el apoyo de una millonaria y sistemática campaña que incluye una omnipresencia múltiple y permanente en todos los espacios mediáticos, ha venido liquidando uno por uno a quienes, según esa estrategia, obstaculizaban o bloqueaban su proyecto de posicionamiento.

Aquellas tácticas -es fácil descifrarlas- se basan en dos etapas: la primera, golpear intensamente la reputación y la credibilidad del adversario; la segunda, posicionarse en el imaginario social como la única alternativa para cambiar una realidad oprobiosa e injusta de la cual, presuntamente, son cómplices todos aquellos a los que se fustiga, ataca y, finalmente, liquida. No hay matices: la clave es generalizar.

Las técnicas más sofisticadas para asesinar imágenes suelen tener objetivos que desbordan la coyuntura. Por eso, el resultado más rotundo se obtiene cuando se borra de la escena pública a todas aquellas personas, funcionarios o instituciones que impidan consolidar un proyecto específico donde otras personas, funcionarios o instituciones pretenden sacar ventaja de la ausencia de la imagen asesinada.

“Con la vara que mides serás medido”, solían repetir los abuelos para guiar nuestra conducta y nuestros principios. Y esa forma de medir se aplica tanto en la vida como en la política.

9
Feb

Juan Paz y Miño: Bicentenario y política

pazyminoNo hay duda que la vida política y la situación de la economía son los dos grandes ejes que llenan las informaciones y el ambiente nacional. Ahora, con la inscripción de todas las candidaturas, los políticos “revivirán” como figuras centrales de los noticieros, para bien o para mal del país. Y me inclino a pensar que para mal. Porque el discurso de los políticos ecuatorianos (mas todavía conociendo a algunitos…), será nuevamente el tradicional: ofrecimientos de cambio, ataques interpersonales, halagos para el pueblo, autoproclama de ser los “verdaderos” representantes de los intereses nacionales, etc. y, sobre todo, ataques al gobierno, porque sin esa condición, corren el riesgo de ser acusados como “gobiernistas” o por lo menos “continuistas”.

Esa “cultura política” del Ecuador es una herencia del pasado y no será fácil revertirla. Debieran cambiar una serie de estructuras del país, para que los políticos adquieran racionalidad analítica, sustento argumental, proposiciones objetivas y, ante todo, fundamentos basados en un mínimo conocimiento histórico. El lenguaje y los métodos populistas, por ejemplo, no cambiarán mientras la pobreza, la miseria, el subempleo y el desempleo continúen como realidades condicionantes para el discurso “ofertista” de los candidatos.

Siendo este el Año del Bicentenario del 10 de Agosto de 1809, ¿qué valor le dan los políticos? Hace cien años, Eloy Alfaro tomó con seriedad la fecha. La celebró como elemento base de la identidad nacional. Dejó en claro que era la fecha magna de la patria. El monumento a la Independencia, en la Plaza Grande de Quito, quedó como homenaje simbólico, junto a otros monumentos y programas. En 1900, el Himno, la Bandera y el Escudo que tiene el Ecuador fueron consagrados, en forma definitiva, por Alfaro.

Los conceptos de soberanía popular, representación de los pueblos, autonomía, e independencia, el pensamiento ilustrado, la edificación del primer Estado con ejecutivo, legislativo, judicial y ejército propios, la primera Constitución, una amplia movilización popular, el ejemplo en Hispanoamérica, la lucha por la libertad, el sentido de identidad nacional y hasta la dolorosa muerte de los grandes próceres, constituyen los hitos históricos del proceso revolucionario entre 1809-1812. No se puede explicar la Independencia del Ecuador, concluida trece años más tarde, sin la Revolución del 10 de Agosto de 1809. Las revoluciones de Guayaquil y Cuenca solo se produjeron una década más tarde (1820), porque cuando se levantó Quito, ambas ciudades armaron tropas para someterla, defender al Rey y a la autoridad española.

Las luchas políticas del presente siguen movilizando conceptos, valores y esperanzas iniciados en 1809. El Bicentenario es una fiesta nacional. Y política, también. ¿Cómo la celebrarán los candidatos y políticos? Lo peor sería que hagan caso a ciertos escritores regionalistas que niegan la Revolución del 10 de Agosto de 1809, que reniegan de Bolívar y que han tenido algún éxito en convencer que la “única” revolución exitosa nació en 1820.

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