19
Ene

La Medalla - Alfonso Cuesta y Cuesta

LA MEDALLA

De Alfonso Cuesta y Cuesta (1)

OCTUBRE. Las aceras vecinas al caserón de la Escuela de los Hermanos Cristianos, se desbordan de niños sonrosados. Tres meses de vivir a todo sol, remendando el cielo con cometas, los han cambiado: vuelven morenos, vivos, con tres dedos más de cuerpo y cosa rara…con avidez de letras. Sin embargo, cuando al llegar a la esquina de la Escuela, oyen un sonido muy conocido para ellos, se demudan, tiemblan ligeramente… No es para menos: ¡Convertirse las tórtolas en chascas!
Y acortan el paso, indecisos.

A la puerta del Instituto, grupos de padres de familia esperan el turno para presentar a sus hijos al Hermano Director. Uno de ellos ya no puede con su niño primerizo, como de siete años, que patalea y chilla, debatiéndose entre sus brazos. Cada hermano que pasa le asusta como un oso… y grita más. A su lado, otro niño siente los mismos miedos, pero no puede demostrarlos escandalosamente; para él no habría consuelos sino golpes: es el sirviente, indiecito arrancado de su choza en vacaciones. No grita, más un hilo de lágrimas resbala en sus mejillas, y cuando ve un Hermano, involuntariamente aferra su manecita al vestido del patrón. Este ni lo mira, embravecido en consolar a su hijo:

-Los Hermanitos son más buenos que las monjas… Tendrás medallas de oro. Serás el monitor… ¡Pero calla!...Te he de hacer faltar cuando quieras… ¡Dan caramelos, estampas!...Calla, calla.
Y hacía voz de madre.

Al fin, les llegó el turno.

Un Hermano rubio salió a recibirlos: Arrastrados más que andando, entraron los dos chicos a la sala. Cuando tras ellos se cerraron las puertas, hasta el indiecito dio gritos; pero, pronto se calmaron ambos al ver que nada les sucedía, y contemplaban, asombrados, al oso convertido en un curita bueno que los acarició riendo y les dio un caramelo y una estampa.
Luego, ante una gran cubierta de libros manuscritos, el padre y el Director departieron.

-Le traigo mi primogénito-dijo el hombre-. Quizá se aplique. Es el mejor, ¡Vivísimo!. Si hace travesuras, me avisa…

-Muy bien-. Y dirigiéndose al niño, el Superior preguntó:

-¿Cómo te llamas?

-Yo… Juan –dijo el chico, haciéndose alfeñique.

-Que seas como ése-. Y quitándose el solideo, el Hermano indicó en un óleo a San Juan Bautista de la Salle, cuyo rabá semejaba el alma de los niños abrazados a su cuello.

-¿Y este otro? –continuó el Director, aludiendo al cholito.

-¡Ah! – Contestó el hombre-. Es un indio que he traído de la hacienda para que acompañe al chico. Quizá aprenda siquiera a escribir su nombre…
¡Muy brutos son! Pero… ¡dele!: la letra con sangre entra.

-No, no. Aquí todos son lo mismo: niños.
Y el maestro acarició al indio, cuya carita de gratitud sonrió reflejada en las alas del cuello del religioso.
Después, llamó a un alumno grande y lo envió con ambos niños hacia adentro.

Hora de recreo. El patio hervía, mesa de todos los juegos infantiles. Pronto acudieron chicos que en la ciudad eran vecinos del novato, y lo mezclaron en sus juegos. 

El indiecito quedó solo. Aturdido en esa algarabía tan extraña a él, comenzó a buscar un sitio retirado; pero, antes de encontrarlo, cayó en manos de muchachos fisgones, que empezaron a silbarle y darle de golpes.

-¡Cocolo! ¡Cocolo! ¡Cholo cocolo!
Acurrucada, la víctima cubría con sus brazos la desnudez de calabaza de su cráneo.
De pronto, los agresores contuvieron.

-¡El Hermano!
Y trataron de huir.

La voz del vigilante los detuvo.

-¡A la pared!
Obedecieron en el acto, cabizbajos.
El Hermano abrazó al infeliz.

-No llores…Cuando te moleste, me avisas. Yo soy el Hermano Dionisio…Veme!
Y aquel viejecito, que en vez de corazón debe tener un rostro de niño que sonríe al ver otro niño, jugaba blanda y suavemente con las orejas del pequeñuelo.

-Yo soy el Hermano Dionisio, de la Octava…
Y tomando al niño por la mano, lo llevó hasta el aula, a través del patio enorme, siempre sonreído, haciendo su bordón del indiecito. A cada paso, contenía riñas y –viejo lebrel de Dios- salvaba un nuevo niño tímido.
El sol doraba la cabeza de los párvulos, y el cuello vaporoso del anciano, caído hasta un jeme sobre el pecho: lengua jadeante de su alma.
 

Cuando aquel día salieron los dos niños, Manuel Cuzco, el indiecito, tuvo pena. A la puerta, los esperaba el patrón. ¡Él era tan distinto!

-¡Ya ves! –dijo éste a su mimado, cuando los vio venir, extendiéndole los brazos- ¿No te dije?... ¿Y qué has hecho?.

-Nada,… repasamos las minúsculas.

-¡Muy bien! Ya vendrán esas medallas…
Y echó a andar con la mano sobre el chico, mientras decía a su sirviente:
- ¡Síguenos! Cuidado con perderse…

Habría, Manuel, querido quedarse ¿Pero cómo decirlo? Y resignado, fue tras ellos; mas, su corazón –orejita roja de pellizcos. Quedaba latiendo entre los dedos del Hermano de la octava.
Ya en la casa, le obligaron a quitarse el saco nuevo y le dieron la tarea de pelar montes, pues, en vacaciones, el patio se había soñado campo y alargaba hacia el sol manzanillas y otras plantas, en apretado ramo.
El chico aceptó el trabajo gustosísimo: Estaba en su elemento. Antes de empezarlo, fue con avidez hacia un ponchito rojo, del que le despojaron junto con sus largos cabellos de azabache, cuando vino. El poncho –choza plegable- cobijó sus hombros, cariñosamente. Después, Manuel cubrió su cabeza cruelmente afeitada, con el sombrero suyo, cucurucho de lana bruta, sin hilares, flor de rebaño, con que se abrigan los indios de la puna, y así vestido, se dio la tarea con ardor, como cuando pelaba allá, en su chacra, la hierba de los cuyes.
De repente, la voz agria de la patrona, cholejona enriquecida y cruel, hirió los tímpanos del Cuzco:

-¡Miren el longo de poncho, en plena casa decente! ¡Sáquese! ¡Ya te enseñaré a vivir entre cristianos! ¡Venga acá!.
El cholito se acercó temblando.

De uno como zarpazo, la patrona le despojó de las dos prendas agrestes.
-Ahora vas a ver lo que hago!
Y tomando poncho y sombrero por las puntas, con asco, fuese hacia el traspatio de la casa, haciendo adelantar al infeliz, a empellones.
En ese sitio, ardía una hoguera, devorando desperdicios.
Al verla, Manuel comprendió todo y se echó a llorar.
La mujer lanzó las prendas al fuego. El poncho cubrió las llamas que se salieron hambrientas, por sus flancos. Levantáronse, como para contemplar su presa. Cabrillearon un instante.
Tuvieron pena… y se apagaron.
Sobre el ponchito, casi intacto, rodaron los ojos del niño, triunfantes; mas, la cruel mujer, sacó a lucir una caja de fósforos, y se la entregó.

-¡Me mostrarás en cenizas poncho y sombreo! ¡He de ver!, el indiecito vacilaba.

-¿Entiendes? ¡Quema! – Y zarandeó al niño.
Este obedeció al fin, y pronto una gran llama, como fiera que él mismo provocara, devoró aquellos últimos recuerdos de su choza.
Lloraba el cholito cantando, mientras crecía el fuego: su taita le había comprado aquel ponchito vendiendo el borrego murungu, y quemando carbón en los cerros. Su madre había muerto cuando él vino… “¡Mama ca viviera!”…

-¡Miren al Jeremías! Ahora sí, a sacar los montes.
Y la patrona empujó al cholito, hasta el primer patio.

-Ha de quedar rapado como tu cabeza, y si no… ¡Hoy vas a conocerme!
Humildemente, el sirviente se puso al trabajo, tragándose las lágrimas, con frío y sin esperanza en el saco, porque era nuevo, y no podía usarlo sino al ir a clase.
La escuela llegó a ser para el cholito algo como un castillo encantado a donde entraba saliendo del infierno. Esperaba con ansías las horas de enseñanza y temblaba cuando a su compañero, el patroncito mimado y caprichoso, se le ocurría darse asueto, porque entonces también él faltaba, pues que sólo le enviaban para que cuide al niño.

Estudiaba con pasión. Las noches, en un rincón de la cocina, aprovechando de la bujía a cuya lumbre una sirvienta tejía toquillas, Manuel se engolfaba en un viejo silabario. En cambio, su patrón, cada día añoraba con más pena los cielos de la hacienda, reducidos, por culpa de octubre, a abecedarios… Las consecuencias no tardaron. Un día, al salir de la Escuela, hermosa medalla brillaba sobre el corazón de Cuzco, mientras, a su lado, el patroncito, muy vacío, refunfuñaba roído por la envidia.

Al llegar a casa, el indiecito no cabía en sí de gusto. Subió el primero la escalera, como nunca, a saltos…¡Quería que lo viesen, que lo admirasen!. Y oprimía la medalla contra el pecho, como con miedo de que volara. ¡Era tan bella! Dorada, prendida a un lazo azul, azul de mar.
Al verlo, la patrona no pudo ahogar una exclamación de sorpresa.
-¡Que milagro!... ¿Y el amito?
-Abajo está, amita…
La mujer, convencida de que su hijo traería mejor premio, llegóse, emocionada, a la ventana.

En el patio estaba el chico, cabizbajo.

-Sube, hijito, sube-dijo la madre, notando el pecado. -No importa…Así son estos frailes ¡Injustos, atrevidos!

Y en seguida, dirigiéndose a Manuel:

-¡Longo medalludo! ¡Ve el que saca la medalla! Quién sabe si no la has robado… ¡A barrer!

El criado obedeció.

-¡Sin leva! ¡Sin leva!- añadió, deteniéndose.

Y señalando la medalla:
-¡Deja también eso! Buena albarda te han puesto… Pero, ya voy a ver la casa sin una basurita. ¡Esto no es robar medallas!...

Todo aquel día, el galardón del niño fue objeto de sangrientas burlas. Odio irresistible brotó en el alma de aquella gente baja, al ver que un cholo subía sobre el hijo de sus entrañas.

En otra vez que lo vieron llegar condecorado, ya no sólo se burlaron de él, sino que le dieron látigo; pues el patroncito, envalentonado con los prejuicios y sinrazones de la madre, decía: Yo lo he visto. El cholo le compró la medalla a un amigo con plata de papá…
La mentira manifiesta era un pretexto para castigar al infeliz, pretextos que ocurrían a diario, como el de que era ocioso y sucio, el de que caía el niño confiado a su cuidado, en fin… Un día le quemaron los dedos: como no tenía pizarra, el cholito había pintado letras de carbón en la cocina.
Otra ocasión le rompieron la cabeza: Una mañana en que, el padre de la casa se dirigió al guardarropa, para calarse traje negro, pues iba a funerales. Al tomar el vestido, lanzó una exclamación de furia: Ni un solo botón había en todo el terno. Cogió la prenda arruinada y fue en busca de los chicos. A la puerta, tropezó con su hijo, quien, en ese preciso instante jugaba con el cuerpo del delito.

-¿Quién ha hecho esto?- preguntó, indicando las desgarraduras del chaquet. El muchacho con los botones en la mano, no tuvo qué decir, y rompió en llanto.
Ese momento, pasaba Manuel, conduciendo un enorme cubo de agua. El hombre fue hacia él, siniestro.

- ¡Otra vez harás esto!
- Pero si yo no he hecho, amito.
- ¡Indio! ¡Es que, por jugar contigo, el niñito ha arrancado los botones!
Y descargó un golpe salvaje.

Temblando el indiecito se incorporó apenas, y al ver que el patrón no continuaba, humildemente, volvió a levantar el balde enorme, y se alejó tambaleante, sin chistar, con el mudo llanto de su raza, mientras una lengua de sangre –germen de madre que todos llevamos en el corazón- lamía su cuello y sus débiles hombros temblorosos.
Poco a poco, Manuel se iba consumiendo. Sus ojillos, antes vivos –escribanos en la onda- se tornaron amarillos, y pronto, ataques espantosos lo llevaban rodando. Hasta el borde de la tumba. Y estudiaba como nunca. Todas las noches al fondo de la cocina, surgiendo de entre tiestos y basuras, aparecía en las manos del cholito un ladrillo poblado de mayúsculas hermosas. Y a pesar de esto, ya no llegaba con medalla nunca.
Los patrones, molestados por los ataques que se repetían con demasiada frecuencia, acudieron a un médico -¿No ha sufrido algún golpe fuerte en la cabeza? –preguntó el doctor al mirar en la nuca del enfermo una lacra lívida.

-¡Ah! Sí –contestóle el patrón, algo turbado-. ¡Sí…muchos!... Es demasiado inquieto… Se sube a los árboles… El otro día por alcanzar una pelota, descendió del techo… Ahí está la lacra, ¿la ve?... ¿será por eso?

-Por eso y quién sabe qué otras causas más… Tenga mucho cuidado. Si viene otro acceso no respondo.

Las recetas dejadas por el médico quedaron olvidadas, y poco después, los verdugos no pensaban en que la vida del pequeño estaba en un hilo. Seguían tan crueles como antes. 

Una mañana, llegando de la Escuela, Manuel entró tranquilo en la casa: no había hecho nada que pudiera motivar un castigo; además, no le dolía la cabeza. Ni siquiera llegaba con medalla…
Y se puso al trabajo, el barrido de la casa, casi como un niño, ligeramente alegre.
Barría, cuando la horrible voz surgió muy cerca de él:
- ¡Ve el indio, si entiende! ¡Pero si es indio pues, indio! ¿No te he dicho que te has de sacar la leva en cuanto llegues? ¡Sácate!. ¿No entiendes?

El muchacho lloraba, sin obedecer. La ira encendió a aquella arpía que fue con las uñas crispadas hacia su víctima.

-¡Mitayo, algo has hecho!...¡Ya habrás roto la camisa! ¡Sácate te digo!

E iba ya arañarle, cuando el indiecito, presa de convulsiones crueles, cayó rodando entre las piedras. Era el ataque ¿Sería el último?...

Pronto acudieron todos los patrones.

El virus retorcía el cuerpecito flaco, exprimiéndole la vida. Lo sujetaron. Quedó inmóvil, los labios fijos en los patrones. Estos, ligeramente conmovidos, por ver si respiraba, desabrocharon el saco del cholito, que quedó con su pecho descubierto. La vergüenza azotó las caras de los verdugos:

Una brillante medalla péndula en la cinta patria, estaba ahí escondida,… cubriéndole el pechito tembloroso.

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ALFONSO CUESTA Y CUESTA (Cuenca, 1912-1991). Novelista y catedrático universitario ecuatoriano, escritor indigenista y de denuncia social. Buena parte de su vida transcurrió en Venezuela. Integró el grupo Elan. La Dirección de Cultura del estado de Mérida y Conac, Venezuela, publicó en 1993 una antología de sus cuentos.

NOTAS DEL EDITOR:

Debe notarse que para el indígena, el cabello largo era una distinción especial, propia de su raza. Los españoles, en la conquista, los rapaban con intención, con el afán de humillarlos profundamente.

Texto tomado de Taringa. El texto ha sido editado y corregido, revisando el original, publicado en Antología del Cuento Ecuatoriano, de Eugenia Viteri.

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