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Jul

El caso de Emilio Palacio, por Guillermo Navarro Jiménez

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Como era previsible, la sentencia o cualquier sentencia que hubiese sido dictaminada por cualquier juez, por atropello a la dignidad, al honor o a la intimidad de una persona, indiferentemente si se tratase del Presidente de la República o de cualquier otro ciudadano, ha provisto de armas a los medios de comunicación social para armar una matriz de opinión, supuestamente, en defensa de la libertad de expresión. Igualmente, era previsible que intelectuales, antaño militantes, pasajeros pero militantes al fin de la izquierda política e ideológica ecuatoriana, por el nerviosismo propio de su condición psicosocial que les induce al sometimiento ante el poder que ayer decían combatir, se sumen al coro de los supuestos defensores de la libertad de expresión. Todos estos corifeos, a pesar de la seguridad con la que opinan en contra de la sentencia emitida en el caso de la demanda planteada por el Presidente de la República en contra del periodista Emilio Palacio y los directivos del diario El Universo, ni por asomo reflexionan sobre las causas que determinan este tipo de conflictos y falsas soluciones. Olvidan, deliberadamente o no, sobre una realidad incontrovertible: que la sentencia es sólo el efecto de un comportamiento, de una conducta inaceptable, enraizada en determinados comunicadores, los cuales, prevalidos por su condición y por la capacidad de la que disponen para difundir su pensamiento en los medios que los emplean, precisamente para ello o por ello, en forma constante agreden al conjunto social o a ciudadanos en particular, hasta ayer, casi seguros de que gozaban de impunidad ante tal reprochable e inaceptable conducta.

Pero no sólo ello, hoy acuden presurosos a triquiñuelas sobre el uso del lenguaje, para tratar de convencernos de que el texto de Emilio Palacio no implicaba una acusación cierta. Que la directa acusación de crímenes de lesa humanidad, que no prescribe como lo expresara Emilio Palacio, no es una acusación gravísima, una calumnia de marca mayor. Para tratar de esconder la felonía, ocultan que de acuerdo al Estatuto de la Corte Penal Internacional, artículo 7, establece:
"Crímenes de lesa humanidad
1. A los efectos del presente Estatuto, se entenderá por "crimen de lesa humanidad" cualquiera de los actos siguientes cuando se cometa como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de dicho ataque:
a) Asesinato;
b) Exterminio;
c) Esclavitud;
d) Deportación o traslado forzoso de población;
e) Encarcelación u otra privación grave de la libertad física en violación de normas fundamentales de derecho internacional;
f) Tortura;
g) Violación, esclavitud sexual, prostitución forzada, embarazo forzado, esterilización forzada u otros abusos sexuales de gravedad comparable;
h) Persecución de un grupo o colectividad con identidad propia fundada en motivos políticos, raciales, nacionales, étnicos, culturales, religiosos, de género definido en el párrafo 3, u otros motivos universalmente reconocidos como inaceptables con arreglo al derecho internacional, en conexión con cualquier acto mencionado en el presente párrafo o con cualquier crimen de la competencia de la Corte;
i) Desaparición forzada de personas;
j) El crimen de apartheid;
k) Otros actos inhumanos de carácter similar que causen intencionalmente grandes sufrimientos o atenten gravemente contra la integridad física o la salud mental o física".
Si conciudadanos, sólo a este contenido se refirió la acusación que realizó Emilio Palacio al Presidente Correa.

Luego de esta lectura, ¿Habrá alguien que considere que este tipo de acusación, no constituye una gravísima calumnia?. ¿Habrá alguien que considere que por este tipo de acusación, por la sola condición de ser periodista, no debe responder un ciudadano? ¿Habrá alguien que no entienda que el desenlace al que hacemos referencia, no es más que una consecuencia de una acción irresponsable, calumniosa? ¿Habrá alguien que dude sobre la necesidad imperiosa de que los comunicadores, los periodistas, todos los eferentes de mensajes comunicacionales nos sometamos a normas de conducta, a normas deontológicas? ¿Habrá alguien que considere que la libertad de expresión no tiene límites? ¿Habrá alguien que dude sobre la necesidad imperiosa de que la Ley de Comunicación contenga taxativamente las normas deontológicas que todos deberemos respetar? ¿Habrá alguien que dude que la responsabilidad ulterior es un principio a considerar?
Seguro que si lo hay, ya empezaron, ya se inscriben en la campaña mediática que, para tratar de justificar sus atropellos, en forma deliberada distorsiona la normativa nacional o internacional, y afirma, sin rubor alguno, que, según ellos, el alcance de sus acciones incluye potenciales afectaciones a la intimidad de los funcionarios escrutados. Lo que no dicen, lo que ocultan es que el mayor escrutinio público  al que deben someterse los funcionarios públicos, en lo referente a la intimidad, sólo procede cuando esta intrusión  está ligada, vinculada a su gestión pública. Por lo que y en consecuencia, la agresividad y la calificación pública que ejercen y asignan a actos privados no ligados a la gestión pública, debe ser denunciada por constituir un comportamiento por el cual deberán responder, incluso ante la justicia.
Por todo ello, es necesario afirmar que la demanda del Presidente de la República y la subsecuente sentencia, como lo plantean los medios de comunicación social, los comunicadores comprometidos con el poder mediático y los intelectuales que migraron bajo el ala del poder, no constituye el elemento central de este debate. Que tampoco lo es una supuesta restricción a la libertad de expresión. Que el tema central es la necesidad de que todos asumamos normas de conducta que permitan mejorar la acción comunicativa, la calidad dialogal de la sociedad en su conjunto. Ya que, sólo con ello y sólo entonces evitaremos atropellos de los comunicadores que desatarán demandas. Sólo con ello y sólo entonces los medios y los comunicadores no generarán conflictos, de los cuales luego tengan que arrepentirse.

 

Quito, 21 de julio del 2011

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