Sus expresivos ojos castaños observaron tibiamente al interlocutor. El hombre, aunque bastante mayor que ella, poca experiencia tenía en el trance éste de enrolar gente nueva al proyecto que para él fue luego el más elaborado y dispendioso de sus fallidos experimentos comerciales. Encontró en el jaspe esmeralda de sus pupilas, y en la sinuosidad de su figura, una prueba más contra su inútil – o más bien mojigata - lucha por vencer al lobo que, moral refundida en bolsillo roto, obsequiaba sonrisas y miradas tendenciosas a las preferidas, desechando al resto con el trato cortés que cualquier mujer entiende sin palabras.
Luego se aficionó de su cabello, cobrizo como su piel. Para entonces ya eran novios. Él cataba su perfume como quien huele una flor, y detenía totalmente su vida para contemplarla, mirar su sonrisa y hacerle el amor con la pasión y la energía del primerizo, que al fin lo era.
Días y noches interminables comiendo del mismo pan, sin mayor mediación que la última fatiga y noche calurosa de inviernos y veranos consecuentes.
Los años abotagaron las sensaciones, y los afectos mutaron en figuras extrañas, monstruosas, o al menos ése era el sabor que le dejó en la boca ése tiempo, y que intentaba quitárselo con algo de brandy al repasar su retrospectiva.
El resplandor de los halógenos de algún automóvil pega en las ventanas. Un resoplido inunda la estancia con el ocre aroma de tabaco. La luz de fuera convierte en niebla espesa el humo al atravesar la ventana. A su paso, el relamido de las ruedas de un coche le recuerda que ha llovido hace poco. Va a ser fría ésta noche, piensa.
Ahora son dos extraños que comparten una vida triste, que han terminado el poema de su vida pasada con frases densas y opacas. Decide por su cuenta terminar definitivamente éste romance con un gesto que, aunque teatral, redondeará en su memoria ésta arista final en el mágico círculo del pasado.
Se pone en pie. Cierra silenciosamente el portón y se aleja calle arriba.
El valle luce resplandeciente de faros y soledad de medianoche, mientras pisa a fondo el acelerador. El humo del cigarrillo – única compañía – le espeta la torpeza de su propia trampa, indiferente a la canción romántica, que, muy tarde ahora, resuena distante en la radio.
Van más de doscientos kilómetros y casi amanece hasta que al fin comprende su triste circunstancia de hombre escueto. Inicia un llanto demasiado parecido a la tristeza.
(Para P.T.)
Junio/2003